Aprender a leer a cogotazos

Son muchas las personas que me preguntan cómo aprendió a leer mi hijo, yo les respondo que aprendió a cogotazos. No se trata de una metáfora, aunque también pudiera ser ya que en el colegio no hubo contacto físico pero psicológicamente sintió dolor, sino golpes reales dados en su cogote con mi mano abierta.

Entiendo que al leer esto hayas podido sentir un estremecimiento y que incluso no puedas evitar juzgarme. Agredir a un niño fisica o psicológicamente es algo que jamás debería de suceder bajo ninguna justificación posible.

Quizás, solo quizás, tú que sabes de que hablo, tú que has sentido la desesperación que yo sentía (y a veces aún siento), la frustración de horas y horas con una hoja por delante con un niño que no es capaz de unir una puñetera vocal a una insignificante consonante, y que a pesar de repetir y repetir hasta que las lágrimas caen por las mejillas de ambos, puedas comprender las ganas terribles de salir corriendo con él tan lejos tan lejos que ningún sistema educativo te haga creer que con la edad que ya tiene tu hijo debería leer de corrido y sin errores tontos.

Como madre no dejaba de preguntarme qué estaba haciendo mal con mi hijo, porque no podía conseguir que no mintiera, que no se peleara, que trabajara en clase. Solo quería que todo acabara, no llevarlo más al colegio pero no podía ser, tenía que conseguirlo.

Solo si sabes de qué te hablo podrás entenderás lo que siento, incluso ahora que ya han pasado 4 años, cuando dejo a mis hijos en la puerta del colegio. Recuerdo a mi niño con una mochila más grande que su espalda, repeinado oliendo a colonia, convencido de que hoy iba a tener un buen día en el colegio. ¡Caballo ganador! le repetía yo una y otra vez por el camino intentando alimentar su autoestima a cucharadas llenas de culpa y desesperación. Y allí lo dejaba suelto de mi mano a merced de sus dificultades de aprendizaje, que yo aún ni me las podía imaginar. Cuando volvía a por ese niño alegre y cariñoso lo que encontraba era un mar de lágrimas, encendido de íra y rabia, que se revelaba contra sus profesores y compañeros y que se escondía en recobecos y cuartos de la limpieza para no entrar a las clases.

Cuando cruzo el puente que separa el colegio de mi casa, recuerdo la de veces que lo pasé con un nudo en la boca del estómago camino a una tutoría y de vuelta con las gafas de sol, sin sol alguno, para ocultar la rabia y el desconsuelo que sentía tras recibir una lluvia fría de quejas y reclamaciones que no sabía como solucionar ni gestionar.

Y ahora qué hago ¿Lo mato? ¡Es ilegal! ¿No lo llevo más al colegio? ¡Es obligatorio! ¡No me valen los premios, ni los castigos! ¡Lo he dejado sin regalos de navidad! ¡Ya ni si quiera lo dejáis ir a las excursiones del colegio! ¿Qué se supone que debo hacer? ¡Ni siquiera el psicólogo con lo que cuesta me sabe decir por qué razón no va bien en el colegio! No sé que más puedo hacer por él, estoy a punto de rendirme…

Gafas sin ser miope, un diagnóstico equivocado de altas capacidades «Lee mal porque es tan listo que lee dos renglones a la vez» (palabras de un orientador), «Lo que tiene es una poquita de despresión» (palabras de una profesora), «Necesita mano dura, está muy mimado» (palabras de un profesor).

Después de un año con lentes para la miopía, una vez ya con el diagnóstico de dislexia en la revisión el oculista le hizo las pruebas con dibujos y no con letras. La sorpresa fue saber que ve perfectamente y no necesitaba gafas.

Hasta que por fin a los 10 años, gracias a que el tutor de ese año conocía las señales y solicitó la evaluación, el orientador nos dijo que no leía bien porque tenía dislexia… Ni una palabra salió de mi boca. Un suspiro profundo lleno de arrepentimiento y dolor envuelto de esperanzas.

¿No debía pegarle cogotazos, castigarle, gritarle, decirle cosas espantosas hasta llevarlo al límite de querer escaparse de casa? Lo sé. ¿Arrepentimiento? Cada día de mi vida. ¿Culpa? Sentirse culpable no lleva a nada, paraliza y nubla los sentidos. Lo hice mal evidentemente pero no solo yo, la cagamos todos los que rodeábamos a ese niño y eso es indiscutible y esa es la razón que me mueve, nos mueve, a todos los padres que formamos asociaciones de dislexia a dejarnos el tiempo, el trabajo y la piel en hacer visible lo invisible «porque la culpa no fue de la gota que derramó el vaso, sino del que se quedó mirando como el vaso se llenaba y no hizo nada».

A pesar de las horas que dedica al estudio con suerte consigue aprobar con un 5 pero no por ello tira la toalla. Es admirable verlo tarde tras tarde frente a esos libros como un alpinista que con esfuerzo es capaz de coronor las cimas de sus empinadas montañas.

Ahora lo veo con esos 14 años que lo han transformado en un hombre que lucha, que no se rinde, que se cae y se levanta, que me da ánimos a mi, que me mira a los ojos sin rencor, que me quiere sin peros y que me enseña cada día a nadar a contracorriente porque hoy sus dificultades de aprendizaje son las mismas que entonces, pero con sus fortalezas ha logrado superar todos los obstáculos que se le cruzan en el camino.

Isabel María Muñoz, Madre de un hijo con dislexia.