En infantil ya me daban quejas de él en las tutorías. «Es inmaduro (en infantil), no se esfuerza, está consentido, no sigue las normas». Era mi primer hijo, yo lo veía «normal» aunque lo cierto que con la llegada de sus hermanos pude ir comprobando que estos estaban más espabilados a esa edad que él. Pero bueno, cada uno es como es, pensé.
En primaria todo fue a peor. Los primeros años seguían las quejas «No coge bien el lápiz, no lee suficiente en casa, se sale de las líneas coloreando, es torpe, vago, no se esfuerza lo suficiente». Luego vinieron las burlas de sus compañeros y dejarlo de lado, aunque esto último era algo que él mismo provocaba. No quería participar en actividades extraescolares, ni buscaba a los niños en la calle.
Pero el colegio no fue el único que lo hizo mal. Yo lo hice peor… Castigos, bofetadas, cogotazos. Muchas noches lo acostaba sin cenar, le gritaba y lo insultaba «¡ERES IMBÉCIL, ME TIENES HARTA, NO SÉ QUE VOY HACER CONTIGO!
Nunca he pegado a mis otros dos hijos ni le he vuelto a pegar a él desde que pasó todo aquello. No me siento orgullosa ni voy a justificarlo de ningún modo.
No funcionaba nada ni dejarlo sin excursiones, ni decirle que le iba a comprar un PlayStation, nada. Volvía de las tutorías destrozada, con ganas de encerrarlo en un cuarto y que no volviera jamás al colegio. Pasábamos las tardes en su cuarto estudiando, haciendo las puñeteras fichas… Nos daba las diez de la noche y casi nunca las terminaba ¿Y todo para qué? Seguía suspendiendo los exámenes, olvidando las libretas en casa o faltándole tareas que había olvidado anotar en clase. Leía fatal a pesar de pasar horas con él intentado que cogiera el ritmo en clase, y la letra… Eso era espantoso al punto de rendirme porque lo probé absolutamente todo.
Su padre, estamos separados, lo llevó aún psicólogo y este le diagnosticó dislexia. ¿Dislexia? Pero si no confunde la derecha con la izquierda. El orientador de su colegio lo descartó y le censó en Séneca por altas capacidades «lee así porque es tan listo que va por delante del siguiente renglón. Lléveselo de este colegio». Su tutora también quiso probar suerte y dio su diagnostico «Tiene una poquita depresión».
Nos cambiamos de trabajo, de casa y de colegio buscando soluciones, y la cosa no hizo más que empeorar. El profesor nuevo seguía diciendo que era problema de actitud y se le etiquetó con el «flojo» porque eso era lo más fácil, al menos para él.
Un poco de Asperger, espectro autista, TDA y hasta miopía, un año con gafas teniendo una vista perfecta. Hasta que llegó el verdadero porqué. Fue en quinto de primaria, su nuevo tutor me llamó a finales del primer trimestre y me dijo «Le pasa algo y debería verlo el orientador o un profesional» y ambos lo hicieron, y ambos coincidieron en lo que ya nos habían dicho en segundo de primaria y no me creí. “Su hijo es disléxico”.
Un suspiro. Es lo que su orientador y yo recordamos de aquel día. No dudé. No tenía ni pajolera idea de qué me hablaba y me daba igual porque estaba dispuesta a todo por ayudarle, comprenderle y lo más importante para mí, que mi hijo pudiera perdonarme.
Recuerdo aquel día perfectamente. Dejé a sus hermanos con mis padres, me lo llevé al Burguer King lo miré a los ojos y llorando, cómo lo hago ahora mismo, le pedí perdón desde lo más profundo de mi ser. Y él no me perdonó. Me dijo que no tenía nada que perdonarme. Pero eso fuera de ser un alivio fue aún más duro porque entendí que iba a tener que ser yo la que me perdonase a mí misma. Aún hoy me esfuerzo en hacerlo cada día que lo veo sentado en su escritorio, haciendo las tareas con tanto esfuerzo. El que yo no supe ver cuando más me necesitaba.
Hoy está en primero de la ESO y tiene muchas dificultades para superar las asignaturas, pero sus profesores conocen la dislexia porque para eso está su madre siempre dando la brasa, el equipo de orientación del centro al que le debemos TODO, la psicopedagoga que trabaja con él para que no se le olvide que pese a sus dificultades en el aprendizaje vale millones, es inteligente, trabajador y sobre todo una fabulosa persona. Y su profesor particular que le da ese empujón que necesita. ¿Y yo? Yo no, yo dejé de estudiar con él como si la vida fuera en ello. Yo soy para él su madre, ahora que está estudiando y mañana cuando alce el vuelo.
Está historia no es especial aunque pudiera parecer que la escribo buscando protagonismo. El título lo dice «Nuestra historia…» No solo la de mi hijo y yo, sino la de muchísimas familias, madres, padres, hijos, hijas y porqué no, profesores.
Detrás de un niño que no aprende puede existir una dislexia disfrazada de vago, falta de esfuerzo o de interés. No des todo por hecho ni por sabido. La dislexia afecta al 10% de la población y engloba al 40% del fracaso escolar. Las personas disléxicas crecen creyendo que son tontos, inferiores a los demás incluso acaban siendo marginados socialmente.
Después de aquello creé, junto a otros padres que pasaban por lo mismo, una asociación llamada Dismálaga porque se lo debo a mi hijo, a nuestros hijos. Porque nos preocupa mucho todos aquellos que, a pesar de estar diagnosticados, no se les están tratando como necesitan. Pero lo que nos preocupa por encima de todo son todos aquellos que aún no saben que son disléxicos y sufren cada día que sale el Sol porque saben que deben de ir a clase a seguir sin enterarse de nada, siendo el cebo de las bromas pesadas por su forma de leer o escribir y sin saber qué es lo que les impide ser como el resto.
Si crees que esta puede ser también tu historia, dirígete a la tutoría, coméntalo al orientador, llévalo a un especialista de diagnósticos de Dificultades de aprendizaje, contacta con una asociación… y sobre todo, apoya a tu hijo/a, escúchalo y buscad soluciones porque por encima de todo está vuestra relación, no permitáis que ningún boletín de notas pueda destruirla.